EL APRENDIZ DE CHETO Y EL "RUBITO"

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El pibe tendría unos quince años, cursaba el secundario y vivía con su familia en un chalecito sencillo pero confortable, dentro de la pobreza general de un barrio obrero, que se llenó de desocupados cuando corría la década del 90´. Pasaron más de veinte años y todavía lo recuerdo bien, aunque si me lo cruzara hoy creo que no lo reconocería. Era un morocho siempre correcto, más bien callado, que no elegía sus amistades en el barrio, se consideraba  diferente a nosotros, como ajeno al paisaje, una especie de huésped temporario por inconveniencia. Socio de un club y alumno de un colegio secundario, de medio pelo, pero “privados”, ubicados en otra localidad.

Su vestimenta era cuidada y diferente a la que usaban por entonces los pibes de esa edad en el barrio, más a tono con las tendencias que imponía la moda en los jóvenes de clase media de aquella época. Creo que la madre lo acompañaba a elegir y comprar ropa en las tiendas de Martínez, en San Isidro. Otro estilo, otros precios. También el corte de pelo delataba coiffeurs de  ambientes socialmente lejanos. Así transitaba por la vida, agrandadito, desclasado, apostando sin saberlo del todo, a una salida individual a su situación plebeya que las pilchas no pueden cambiar.

El “Rubito” era unos años más chico y todo un atorrante, mal hablado y mal llevado, hacía temprana carrera de pibe chorro, dentro de una familia compleja y numerosa, compuesta por verdaderos laburantes y laburantas, y por otros y otras que no tanto. También los había de “La Bonaerense”, así completaban un cuadro de parentescos que un jodido vecino solía describir, con malicia cargada de racismo social: “Son como barba de viejo-repetía- mitad cana mitad negro”, apelando a un viejo chiste gorila.

Pero el “Rubito” hacía honor a su apodo con la piel blanca y el pelo bien amarillo, que contrastaban con el barro que siempre llevaba encima, después de callejear, molestar y raterear hasta entrada la noche. Él y la escuela se habían olvidado hacía rato.

Entre el chalet del morochito y el rancho del “Rubito”, mediaban unas tres cuadras de distancia. Cuando el pibe volvía del colegio, casi siempre tenía la mala suerte de cruzarse con la pandilla, que lo cargaba, le sacaba monedas “pa la birra”, lo tenían de hijo. En definitiva le hacían lo que hoy psicólogos y educadores llaman bulling, con esa costumbre colonial de usar vocablos en el idioma del imperio de turno.

Un día trajo a su casa a una noviecita, bonita, seguramente estudiaban juntos. Al verlos pasar de la mano el “Rubito” disfrutó la oportunidad, lanzó una sarta de groserías a la piba y a él le gritó: “Y vo porqué no saltá aprendí de cheto”. Toda la banda reía mientras hacían ademán de convidarles la bolsita con la que aspiraban los restos de tolueno, que les regalaba un zapatero para tenerlos de amigos. La humillación fue total y esa fue la primera y única vez que ella pisó las calles de tierra de nuestro barrio.

Dicen que la venganza es un manjar que se cocina a fuego lento. Y así fue. Nuestro aprendiz  lo tramó todo con meticulosidad. Se informó como pudo de las costumbres de su enemigo, lo esquivó todo lo posible porque ya llegaría el momento de actuar. Rumió por meses el sabor amargo de la vergüenza, para darse valor. Descubrió entonces que al “Rubito” le gustaba cazar ranas y para eso se internaba en los bañados que había en el fondo del barrio, plagados de totoras y juncos, con una linterna, una caña puntiaguda y una bolsa para guardar sus presas. Prefería ir sólo, en horas en que sus compinches dormían.

Esta práctica era su remanso, más que una introspección un escape de sí mismo. En realidad no le gustaba el tipo que era, pero era lo que había. Los grandes que tenía por modelo morían antes de cumplir los treinta, en un combate entre bandas, o los mataba la policía cuando ya no les servían más, o el HIV se ocupaba de ellos. Pero para él eran casi viejos. Vivir de esa manera algunas décadas puede resultar una eternidad con la que se desea acabar, aunque no se tenga el coraje de hacerlo de golpe, mejor es ir comprando la muerte en cuotas.

Así el aprendiz de cheto empezó a meterse en los bañados, acostumbró su cuerpo al barro y al agua sucia, aprendió a moverse con el menor ruido posible, se mimetizó con el ramaje tupido usando remeras verdes y marrones. Se escondió por horas agachado, con el agua por la cintura, para lograr no ser visto, como un cazador furtivo. Las primeras veces que divisó a su presa le latió fuerte el corazón de miedo, las siguientes de ansiedad, pero se aguantó las ganas, y se orientó perfecto para ubicar aquel lugar, junto al viejo tronco donde el otro paraba siempre para colgar la bolsa.

Aquella noche no durmió, temprano salió de la casa, sigiloso, el odio lo había convertido en una sombra. Al entrar al bañado, aunque todavía no amanecía llegó hasta el troncó sin dificultad, y escondido esperó, como lo había hecho todos esos meses interminables, en los que su existencia quedó suspendida en una obsesión.

Las horas pasaron pero para él el tiempo se detuvo, la mesa de la venganza estaba tendida y sólo faltaba el invitado especial, que llegó como todo llega en la vida y en la muerte. Cuando lo tuvo cerca, no dudó ni un segundo, se abalanzó y lo sujetó con la fuerza que sólo proporcionan las pasiones más altas y más bajas. Pensó en las miradas y las risas del barrio y apretó sus manos y la rodilla derecha, pensó en su noviecita de clase media mirándolo con desprecio porque no supo defenderla, los imaginó cogiendo y a ella sintiendo que ese rubio de mierda era más hombre que él y apretó…apretó…

Cuando despertó de tanta pesadilla, el cuerpo que tenía por el cuello y sujetaba por la espalda con la rodilla, ya no respiraba bajo el agua. El “Rubito”, aprendiz de chorro, micro malandra, pendejo con la cabeza quemada, yacía en el barro del bañado, sin vida (si es que alguna vez la tuvo), como tantas ranas que había atrapado, hasta esa mañana fatal.

No les costó mucho a los investigadores dar con el asesino. Dejó indicios de su autoría por todos lados. Es que, a diferencia de los profesionales, toda su práctica se concentró en lograr el objetivo, no en la manera de disimularlo. Así que fue a la cárcel unos años y la familia se mudó y vendió la casa. Dicen algunos que sus parientes policías le consiguieron un buen abogado penalista que, basado en la falta de antecedentes, la edad, el informe ambiental, la conducta entre rejas, etc., etc. se la sacó barata. Es probable, pero no lo sabemos a ciencia cierta, porque nunca volvimos a ver al “Aprendiz de Cheto”.

 

 

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