Cuento fantástico. Colaboración literaria de Emiliano Hernán Vallejos (*)
Llovía copiosamente. Era una noche cerrada, en la que nada se podía distinguir, salvo los flashes de los relámpagos que, por un instante, iluminaban las apariencias siniestras que tenían los árboles en aquel bosque.
El mercader chapoteaba en el barro del camino, amasado por la lluvia y el paso de alguna tropilla hacía unas horas. No tenía caballo. No recordaba por qué. No sentía sus pies, por el frío. Aquella gélida sensación entumeció sus manos. “¡Hace tanto frío que duele!”, pensó.
A lo lejos, una posada. Un cartel de madera, viejo, ilegible, se hamacaba por el fuerte viento que lo castigaba, y las oxidadas cadenas que lo sostenían, producían un perturbador sonido, como si fuera el alarido de algún animal salvaje herido de muerte. Con las pocas fuerzas que tenía, empujó la puerta maciza de madera, e ingresó a aquel lugar.
Una chimenea ardía, y múltiples mesas congregaban comensales raros. Hombres de miradas perdidas. Hablaban idiomas extraños, diferentes. Parecían entenderse entre sí. El aspecto del lugar era lúgubre, pero sin dudas, mejor que estar en aquella tormenta furiosa en medio del bosque.
-Quisiera algo de comer y beber, por favor- solicitó el mercader al tabernero, extrayendo una moneda de oro, de una pequeña bolsa de tela, en la que había dos más. Conocía su contenido, mas no sabía, cuándo la había colgado en su cuello. Pero estaba ahí. Y le daría de comer.
-Está seguro de lo que hace, ¿no? - interrogó el tabernero, mostrando la moneda nuevamente al mercader.
- ¿Tan mal se come aquí?, retrucó éste.
-Al contrario. Temo que no quiera dejar de comer, dijo el tabernero, mientras le alcanzaba un plato, y servía un vaso del vino de la casa.
Aquella comida no se parecía a nada que hubiese probado en su vida. Era exquisita. Y el vino, no se quedaba atrás. Una fiesta de sensaciones. No pudo contener sus ganas de repetir el plato. Y saco una segunda moneda de oro.
Nuevamente, cada bocado que daba era una experiencia única, fantástica. Nunca, nunca en toda su vida había probado algo así. A los pocos minutos, cuando la loza estaba limpia, pensó que los gustos hay que dárselos en vida. Y con su última moneda, repitió por última vez aquella maravilla gastronómica.
Extasiado por el carnaval de sabores al que había asistido, interrogó al tabernero:
- He de recomendar este lugar ¿Cómo se llama? ¿Quién es el dueño?
- Al dueño, usted lo conoce, contestó el hombre tras la barra.
-Me acordaría si así fuera, ¡No lo conozco!, retrucó el comerciante.
El tabernero lo miró detenidamente, sonrió, y con un tono que denotaba pena le dijo:
- A todos les pasa lo mismo, no se acuerdan. Usted, señor, le vendió el alma al diablo por tres monedas de oro. Perdió la memoria, como todo aquel que respira su aliento, y vagó por el inframundo hasta llegar a esta posada, llamada “El Averno”, cuyo propietario es el diablo, a quien usted acaba de devolverle, sus tres monedas de oro…
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Emiliano Hernán Vallejos: Escritor. Periodista.