Hoy presentamos una nueva colaboración literaria de Emiliano Vallejos: Un cuento breve que podríamos ubicar en el género fantástico, al menos para la cultura occidental moderna o posmoderna. Situado en el medioevo nos lleva a un mundo pastoril y bucólico, pero que repentinamente puede volverse tenebroso.
Fray Martino tenía un corazón muy noble. Disfrutaba de ayudar al prójimo, como buen hombre de Dios. En la aldea, cercana al Monasterio, era muy bien considerado por los residentes. Al punto tal, que cada visita al mercado, significaba volver con muchos regalos, y las monedas sin gastar.
Aquel sacerdote, ganó su fama cuidando a los enfermos de la peste, cuando nadie quería acercarse a ellos. Sorprendentemente, muchos de quienes estuvieron bajo sus cuidados, se recuperaron de una muerte casi segura. Fray Martino estaba en todos lados donde sea necesario ayudar. Levantar una cosecha, reparar una cabaña, o unir en sagrado matrimonio a una pareja de enamorados.
Una mañana, aquel hombre de fe, se acercó al mercado, donde, fue recibido con la alegría de siempre. De repente, algo rompió aquel idilio entre el sacerdote y el pueblo. “¡Un ladrón, corredlo, es el mismo de siempre!”, se escuchó a viva voz. Una turba iracunda perseguía a un niño, de unos once o doce años.
Al ver al niño acorralado, el sacerdote se interpuso entre él y sus perseguidores. Pudiendo apaciguar la ira de aquellos, con sabias y nobles palabras. Al quedar solitario con el niño, le preguntó; “Por qué robas?”. “Debo alimentar a mi hermano”, respondió el niño.
Con la paciencia que lo caracterizaba, Fray Martino logró que el muchacho le contara más. Se llamaba Antón, vivía en una finca a las afueras de la aldea, y sus padres según él, estaban descansando.
Interesado en hablar con los progenitores del niño, para brindarles sabio consejo, el sacerdote le ofreció acompañarlo a casa, y llevar unas manzanas para su hermano, el hambriento. Tras una media hora de caminata intensa, llegaron a la finca, de aspecto abandonado.
Las paredes de la cabaña estaban semi derruidas, y el techo parecía que cedería en cualquier momento. La huerta tenía hierba crecida, y se notaba, que no se había plantado nada en meses.
¿Dónde está tu hermano, así le damos sus manzanas?, preguntó Fray Martino al niño. Mi hermano esta tras la cabaña, se ha caído en el pozo y no puede salir, yo le doy de comer.
Alarmado al escuchar eso, el buen sacerdote corrió hasta el lugar, hallando un pozo profundo, oscuro, en el cual no se podía distinguir, si había una persona en su interior. Se inclinó, para ver mejor, y sintió repentinamente un empujón en su espalda, cayendo directamente dentro de aquel tenebroso agujero.
Al recuperarse, pudo observar con horror, como desde el más oscuro de los rincones de aquel pozo, unos ojos rojos lo observaban. Mitad hombre, mitad bestia, con unos cuernos afilados y totalmente fuera de sí, aquel ser intentó devorar a Fray Martino. Pero el hombre de Dios trepó frenéticamente agarrándose de las raíces, aferrándose a la vida, hasta que, por suerte, logró salir de aquel aterrador pozo, largándose en desesperada carrera hacia el pueblo.
Mientras tanto, Antón, sentado a los pies de la cama, donde yacían dos esqueletos muertos por la peste, que eran sus padres, sonreía complacido. Creía haber alimentado a aquel demonio, que había capturado en el pozo, al que había bautizado “Hermano”. Él era desde hacía varios meses su única compañía, tras aquella epidemia que había matado a toda su familia.